Está demostrado empíricamente – por mi- que las noches de insomnio que prosiguen a las noches de trasnocho alcoholizado siempre terminan, o quizás comienzan, con una inevitable introspección. A veces es depresiva, a veces de autodescubrimiento, y otras tantas es sólo introspección vacía, hacia la nada que nos habita cuando tenemos mucho tiempo libre para pensar sobre lo que fuimos, lo que somos y, como si fuera poco, si alguna vez seremos.
También está demostrado –una vez más, por mi- que aunque nos autoproclamemos feministas, o de avanzada, mentes libres, o cualquier otro término que defina nuestra posición de mujeres del siglo XXI; casi la totalidad del tiempo de los cromosomas XX se gasta pensando en hombres. O tal vez sólo soy yo, con mis 22 años, que a veces parecen 6 y otras veces parecen 50.
Desde los 16, he oído a la gente decir que parezco mayor. Físicamente, y para mi terror, también mentalmente. Algunos lo llaman madurez, otros lo han llamado amargura. Yo quisiera llamarlo aceleración.
A esa edad comienza mi vida, por muchas razones. Porque empecé de cero con todo. Porque empecé algo finalmente. Y porque me enamoré por primera vez. Hay alguien que pudiera sentirse aludido –y engañado- con esta afirmación. Porque me he pasado los últimos 10 años diciendo que él fue mi primer amor. Aún lo mantengo. Pero la clase de amor que él representa no es a la que me refiero hoy.
Él representa la inocencia y al mismo tiempo el final de ella. Ya no recuerdo lo que me hacía sentir a los 12 años. Pero debió ser algo bueno, cuando aún hoy después de rupturas, distancias, reencuentros y desencuentros, puedo llamarlo mi amigo. El más antiguo de ellos. Nunca dejaré de estar enamorada de él. Porque fue el primero en romperme el corazón, el primero en repararlo, y se quedó con una parte de él para siempre. Pero ni siquiera en eso puedo darle algún tipo de exclusividad. Me ha pasado lo mismo casi todas las siguientes veces.
Para eso sirve la introspección. Justo ahora identifico un patrón. Yo nunca me desenamoro. Es tu culpa. Por ser el primero, y por hacerme quererte para siempre. Aunque nos separe mucha agua y mucha tierra de ahora en adelante. Gracias. Fuiste el primero, nadie te quita eso.
El segundo no debería existir. Como no debería existir el cáncer, ni el folclore peruano. Pero por mucho tiempo, fue para mí el único que existía. Él fue también –de alguna extraña manera- el cuarto y el quinto. Lo único que explica su triple numeración es el masoquismo, o las ganas de probar un punto en el que no debí empeñarme. Mi inexperiencia y mi absurda manía de querer a la gente para siempre, después que las quise una vez, también podrían servir como explicación.
Cuando fue el segundo, fue hermoso. Porque no fue nada. Fui yo, y mis miles de horas acumuladas viendo Dawson’s Creek. Fueron mosquitos aplastados en un salón de clases. Horas al teléfono. Ideales –de mentira- compartidos. Tomados de la mano, ego por su parte y falta del mismo por la mía. Hasta una tarde-noche de muchas cervezas, gritos, llanto, y su expresión genuina de cariño y preocupación.
Esa misma noche llegó el tercero, con el primer cigarrillo de mi vida, y un despecho enorme cargado sobre sus hombros. Otra revelación de la introspección: tal vez fue el despecho lo que nos unió.
Sin saberlo, ese día empezamos lo único que hasta ahora puedo llamar amor. Teníamos suficientes cosas en común para querernos, y suficientes opiniones encontradas cómo para hacerlo interesante. Él me enseñó a ser grande. Me mostró un montón de cosas que hasta entonces no había visto. Me hizo saber que no todo estaba perdido, cuando lo creí así. Y me dio lo único que necesitaba en su momento: protección. Lo amé. De verdad. Y él a mí. De eso no me cabe la menor duda.
Pero - ¡oh sorpresa!- se acabó. Antes de lo que yo hubiera querido. Y hasta el día de hoy no me queda claro el porqué. Mi teoría principal es que lo aburrí. ¿Qué se hace? Llorar un par de meses, aprender a vivir sola otra vez. Y para mi desgracia, descubrir que el segundo seguía ahí, y ahora era el cuarto. Como un poltergeist, burlón, y a la espera de otra oportunidad para hacerme daño. Aunque, llámenme ingenua si quieren, sigo creyendo que nunca se enteró.
El quinto, que sigue siendo el segundo, fue como dirían en la tierra de tres de mis abuelos: un hijodeputa. Infeliz oportunista. Que se aprovechó de mi recién adquirida libertad de pensamiento. Que usó la única parte linda de nuestro pasado –porque la hubo- para hacerme creer que ya no había peligro. No me quiero martirizar tampoco, estoy consiente que somos dueños de nuestras decisiones. Pero en mi defensa quiero decir que nunca creí posible tamaña trasformación en un ser humano.
Él usó el tiempo que yo gasté en volverme una mujer, en volverse un patán que nada tenía que ver con el muchacho que se hizo mi mejor amigo en esa época feliz de zapatos de goma y tardes de ocio. Terminó de gastar los pocos cartuchos que le quedaban a nuestra mal llamada amistad y luego cometió el único error que no perdono: la deslealtad. En proporciones exacerbadas. Sin contar la indiferencia. Sin contar que es el único que me ha hecho sentir que se me escapa la dignidad de las manos. Me llevó al punto del desprecio. Creo que es la única persona a la que he odiado en mi vida ¿Sin enterarse? Pues no, hasta ahí no llega mi ingenuidad.
El sexto – que en realidad es el tercero y el último- ni siquiera sabe que lo es. Yo a veces no estoy segura de que lo sea. Pero me gusta creer que sí. En parte porque sería ideal, y en parte porque quiero hacer mi historia más larga. Sigue sin demostrar mayores fallas, y eso es lo que me jode la vida. Yo sé que debe tener miles, pero no me permite conocerlas así que mi ignorancia le ayuda. Quisiera hablar más de él. Pero el miedo no me deja. Soy tan exasperantemente básica en su presencia, pobrecito, no tiene la culpa.
¿Sólo ha habido cuatro hombres en esta historia que me inventé? La respuesta corta es sí.
La respuesta larga es que todos los demás –unos seis según la cuenta más reciente, calculada en una noche divertidísima- son extras. Algunos con diálogos, y un par de escenas muy de cine independiente. Otros tan fugaces como el chico que entrega las pizzas y dice: “Son 35 con 50”
Hay apariciones especiales del chico popular de la secundaria, el romántico empedernido, el borroso sin nombre, y hasta invitados internacionales.
Ya no espero al quinto… ¿séptimo?... ¿undécimo?... no sé, hasta yo me perdí.
Pero sigo tropezándome con esa malnacida cita estos últimos días. Debo haberla leído al menos unas tres veces esta semana:
También está demostrado –una vez más, por mi- que aunque nos autoproclamemos feministas, o de avanzada, mentes libres, o cualquier otro término que defina nuestra posición de mujeres del siglo XXI; casi la totalidad del tiempo de los cromosomas XX se gasta pensando en hombres. O tal vez sólo soy yo, con mis 22 años, que a veces parecen 6 y otras veces parecen 50.
Desde los 16, he oído a la gente decir que parezco mayor. Físicamente, y para mi terror, también mentalmente. Algunos lo llaman madurez, otros lo han llamado amargura. Yo quisiera llamarlo aceleración.
A esa edad comienza mi vida, por muchas razones. Porque empecé de cero con todo. Porque empecé algo finalmente. Y porque me enamoré por primera vez. Hay alguien que pudiera sentirse aludido –y engañado- con esta afirmación. Porque me he pasado los últimos 10 años diciendo que él fue mi primer amor. Aún lo mantengo. Pero la clase de amor que él representa no es a la que me refiero hoy.
Él representa la inocencia y al mismo tiempo el final de ella. Ya no recuerdo lo que me hacía sentir a los 12 años. Pero debió ser algo bueno, cuando aún hoy después de rupturas, distancias, reencuentros y desencuentros, puedo llamarlo mi amigo. El más antiguo de ellos. Nunca dejaré de estar enamorada de él. Porque fue el primero en romperme el corazón, el primero en repararlo, y se quedó con una parte de él para siempre. Pero ni siquiera en eso puedo darle algún tipo de exclusividad. Me ha pasado lo mismo casi todas las siguientes veces.
Para eso sirve la introspección. Justo ahora identifico un patrón. Yo nunca me desenamoro. Es tu culpa. Por ser el primero, y por hacerme quererte para siempre. Aunque nos separe mucha agua y mucha tierra de ahora en adelante. Gracias. Fuiste el primero, nadie te quita eso.
El segundo no debería existir. Como no debería existir el cáncer, ni el folclore peruano. Pero por mucho tiempo, fue para mí el único que existía. Él fue también –de alguna extraña manera- el cuarto y el quinto. Lo único que explica su triple numeración es el masoquismo, o las ganas de probar un punto en el que no debí empeñarme. Mi inexperiencia y mi absurda manía de querer a la gente para siempre, después que las quise una vez, también podrían servir como explicación.
Cuando fue el segundo, fue hermoso. Porque no fue nada. Fui yo, y mis miles de horas acumuladas viendo Dawson’s Creek. Fueron mosquitos aplastados en un salón de clases. Horas al teléfono. Ideales –de mentira- compartidos. Tomados de la mano, ego por su parte y falta del mismo por la mía. Hasta una tarde-noche de muchas cervezas, gritos, llanto, y su expresión genuina de cariño y preocupación.
Esa misma noche llegó el tercero, con el primer cigarrillo de mi vida, y un despecho enorme cargado sobre sus hombros. Otra revelación de la introspección: tal vez fue el despecho lo que nos unió.
Sin saberlo, ese día empezamos lo único que hasta ahora puedo llamar amor. Teníamos suficientes cosas en común para querernos, y suficientes opiniones encontradas cómo para hacerlo interesante. Él me enseñó a ser grande. Me mostró un montón de cosas que hasta entonces no había visto. Me hizo saber que no todo estaba perdido, cuando lo creí así. Y me dio lo único que necesitaba en su momento: protección. Lo amé. De verdad. Y él a mí. De eso no me cabe la menor duda.
Pero - ¡oh sorpresa!- se acabó. Antes de lo que yo hubiera querido. Y hasta el día de hoy no me queda claro el porqué. Mi teoría principal es que lo aburrí. ¿Qué se hace? Llorar un par de meses, aprender a vivir sola otra vez. Y para mi desgracia, descubrir que el segundo seguía ahí, y ahora era el cuarto. Como un poltergeist, burlón, y a la espera de otra oportunidad para hacerme daño. Aunque, llámenme ingenua si quieren, sigo creyendo que nunca se enteró.
El quinto, que sigue siendo el segundo, fue como dirían en la tierra de tres de mis abuelos: un hijodeputa. Infeliz oportunista. Que se aprovechó de mi recién adquirida libertad de pensamiento. Que usó la única parte linda de nuestro pasado –porque la hubo- para hacerme creer que ya no había peligro. No me quiero martirizar tampoco, estoy consiente que somos dueños de nuestras decisiones. Pero en mi defensa quiero decir que nunca creí posible tamaña trasformación en un ser humano.
Él usó el tiempo que yo gasté en volverme una mujer, en volverse un patán que nada tenía que ver con el muchacho que se hizo mi mejor amigo en esa época feliz de zapatos de goma y tardes de ocio. Terminó de gastar los pocos cartuchos que le quedaban a nuestra mal llamada amistad y luego cometió el único error que no perdono: la deslealtad. En proporciones exacerbadas. Sin contar la indiferencia. Sin contar que es el único que me ha hecho sentir que se me escapa la dignidad de las manos. Me llevó al punto del desprecio. Creo que es la única persona a la que he odiado en mi vida ¿Sin enterarse? Pues no, hasta ahí no llega mi ingenuidad.
El sexto – que en realidad es el tercero y el último- ni siquiera sabe que lo es. Yo a veces no estoy segura de que lo sea. Pero me gusta creer que sí. En parte porque sería ideal, y en parte porque quiero hacer mi historia más larga. Sigue sin demostrar mayores fallas, y eso es lo que me jode la vida. Yo sé que debe tener miles, pero no me permite conocerlas así que mi ignorancia le ayuda. Quisiera hablar más de él. Pero el miedo no me deja. Soy tan exasperantemente básica en su presencia, pobrecito, no tiene la culpa.
¿Sólo ha habido cuatro hombres en esta historia que me inventé? La respuesta corta es sí.
La respuesta larga es que todos los demás –unos seis según la cuenta más reciente, calculada en una noche divertidísima- son extras. Algunos con diálogos, y un par de escenas muy de cine independiente. Otros tan fugaces como el chico que entrega las pizzas y dice: “Son 35 con 50”
Hay apariciones especiales del chico popular de la secundaria, el romántico empedernido, el borroso sin nombre, y hasta invitados internacionales.
Ya no espero al quinto… ¿séptimo?... ¿undécimo?... no sé, hasta yo me perdí.
Pero sigo tropezándome con esa malnacida cita estos últimos días. Debo haberla leído al menos unas tres veces esta semana:
¿Cuándo dejamos de amar? Cuando nos enamoramos de nuevo.
14 comentarios:
Eso es así mi amor... una te sufre pero también te goza...
Perfecta, esto está excelente. Muy bien escrito, con genuina sensibilidad y con detalles que hacen deliciosa la lectura. En mi humilde opinión creo que cada día -con cada post- estás escribiendo mejor. Insisto en que, si uno te lee y uno disfruta leyéndote (como yo lo hecho con este y muchos otros de tus post) entonces estamos leyendo a UNA ESCRITORA.
Espero que me sigas sorprendiendo con tus futuros escritos.
Wenas wenas... pasaba por aquí y encontré la puerta abierta y no pude evitar leer tamaña desnudez de texto... me gustó. Introspección...
Cuando era adolescente llegué a practicar una especie de terapia instrospectiva que me ayudó muchísimo a superar esa etapa de mi vida. Comencé de manera más o menos periódica a escribirme cartas a mí mismo, en ellas me informaba cosas que ya sabía que habían pasado y me hacía cuestionamientos que muchas veces no llegaron a responderse, pero que sirvió para sacar cosas de adentro. Ya más grandecito llegó Internet y lo demás es historia reciente.
Me hiciste recordar esas cartas.
Bonito rediseño del Blog. Me quitaste la idea, yo también ando explorando plantillas para ver si le cambio la cara a ProMedio y a Piel y Alma.
Por cierto... yo tampoco me desenamoro... y a veces suelo enamorarme de mis amig@s... en el sentido amplio de la palabra amor... tal vez escriba hoy, me dieron ganas.
Coño... tu preludio por msn nunca me hizo imaginar algo así... y eso que fue fuerte.
y si....
pareces más grande
Otra vez negra ... me hiciste llorar. Conho! no sé, es que escribes todo con una magia que hasta ahora solo había descubierto en los colores (en especial las rayitas).
Es tan lindo saber la historia con el tono divertido que da una noche de chicas pero también es lindo saberla con el tono reflexivo que da el insonmio y la computadora.
Eres mi escritora favorita... Fin!
comento sólo para decir q me agrada la nueva facia del blog, ta'bonita, fresca y mete la coba... ni parece tuyo el blog. del texto q por lo visto es arrechísimo, comento luego porque no lo he leido. un beso y gracias por darle un bañito al blog.
"Lo que reflexionamos antes de ir a dormir", ese me parece un excelente e infinito tema para escribir cientos de post más.
Bueno primero que nada, estuve leyendo un par de cosas de tu blog y me pareció increíble. Escribís muy bien y leerlo da gusto.
Así que sin miedo que si te lo proponés vas a poder ser una escritora de 10 como querés, va, ya lo sos, pero como en todo, es un proceso.
Bueno ya te agregué a mis favoritos, seguiré pasando por acá.
Besotes!
Genial! tienes el don niña, yo o me mato por el estilo o por el contenido, pero no logro que las dos cosas queden tan bien engranadas.
Ahora, hablando del contenido, por alguna razón, mi primero también fue mi tercero y me segundo mi cuarto... reciclaje le llamo yo!
Genial! tienes el don niña, yo o me mato por el estilo o por el contenido, pero no logro que las dos cosas queden tan bien engranadas.
Ahora, hablando del contenido, por alguna razón, mi primero también fue mi tercero y me segundo mi cuarto... reciclaje le llamo yo!
Genial! tienes el don niña, yo o me mato por el estilo o por el contenido, pero no logro que las dos cosas queden tan bien engranadas.
Ahora, hablando del contenido, por alguna razón, mi primero también fue mi tercero y me segundo mi cuarto... reciclaje le llamo yo!
Bello, nerra... Me encantó!
Todos los demás son extras, aprendizaje o pasantías jaja.... los otros son los que te dejan esa marca en el corazón...
Me gustó mucho... Buen escrito
Pero se siente bien, sentirse mal, por saber amar. Aunque se vuelva a empezar: ¿no es mejor el amor, con todo su dolor? que andar por la vida sin mas que escuchar los cuentos de enamorados que no viviste jamas.
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