La última vez que nos vimos, ustedes y yo, quiero decir, yo había cerrado la puerta de mi apartamento en Caracas dejando al pobre Antonio con su declaración de amor y sus ojos febriles del otro lado.
Lo bello de la indiferencia es que no molesta. Más allá de un supiro de dolor - y algo de lástima, porque soy un terrible ser humano - la confesión de Antonio no me generó nada más. Recordé por un instante las veces, porque fueron dos, que yo misma había hecho una confesión de amor sin ser correspondida y me sentí muy mal por él, pero ya. Ni modo, la vida es así.
Poco después de esa navidad me mudé, pero nada radical, me cambié del 4to al 1er piso del mismo edificio y eso sólo significó menos escaleras para subir el mercado y, afortunadamente, menos oportunidades para tropezarme con Antonio en los pasillos.
No estoy segura de haberlo visto de nuevo antes de esa tarde nefasta de nuestra primera y única cita. Pero sí recuerdo que mientras toda esta historia sucedía otra historia paralela tenía lugar conmigo como protagonista. En esa época estaba en otra de mis relaciones sin futuro, prácticamente inventadas por mi, en la que todo volvió a salir mal.
No dije la vez anterior que cuando Antonio me acompañó al metro, esa vez que me pidió el teléfono, mi verdadero destino no era la estación. Cuando el pobre flaco me preguntó a donde iba esa mañana, le dije que iba al metro para ahorrar conversa, en realidad iba a uno de los edificios aledaños a la estación más cercana a mi casa, que era donde trabajaba. Durante mis primeros cuatro años en Caracas viví, estudié y trabajé a distancias caminables. Eso en Caracas no es común, y casi nunca le agradezco al universo por eso.
Mi oficina quedaba entonces muy cerca del lugar donde yo vivía y Antonio trabajaba, así que una tarde desdichada salí de trabajar, y me senté con una amiga a tomar un café a media cuadra. El café se convirtió en tres cervezas y una conversación eterna en la que mi amiga y yo despotricamos contra el mundo y contra los respectivos hombres que nos hacían invivible la vida en ese instante. A las 6 ó 7 de la tarde, algo molestas con el mundo, pagamos la cuenta y salimos a la calle.
Antonio casi me lleva por delante, como en las películas, y cuando se volteó a disculparse se dio cuenta que era yo. En vez de salir corriendo, que era lo que cualquiera de los dos tendría que haber hecho, nos sonreímos. Hola como estás, bien y tú, trabajando como siempre, menos mal que es viernes, sí menos mal, no quieres ir al cine?, bueno dale.
Ni yo misma supe que estaba yendo al cine con Antonio, hasta 10 minutos después. Caminamos hasta el centro comercial más cercano, y en esa caminata tuve la conversación menos interesante de mi vida.
Ustedes tienen que saber que yo soy loca. Eso no es nuevo. Y también saben que me gusta dármelas de intensa. No tengo problemas para sentir atracción física por muy distintos tipos - tengo un amigo que lo llama paladar universal - pero mi gran problema es encontrar compatibilidad intelectual. Por eso es que seguro me voy a hacer vieja rodeada de gatos. Por snob y wannabe. Por querer dármelas de sabionda. Pero ese es otro tema.
La cuestión es que llevé la charla hacia los temas que me interesa saber de entrada. Qué lee. Qué oye. Qué mira este tipo. No puedo presentarle a mis amigos un tipo de esos que dice que "no es de leer", porque mis prejuicios absurdos no me dejarían vivir en paz.
El pobre Antonio lo intentó, pero confundió My chemical romance con The chemicals brothers. Me juró que Padre Rico, Padre Pobre le había cambiado la vida. Y con una estocada final, me confesó que de lo que había visto recientemente en el cine su gran favorita había sido Una noche en el museo. "Es muy cómica", me dijo el inocente.
Para cuando llegamos a las taquillas abarrotadas de gente ya yo estaba buscando un arma punzopenetrante para causarme algún tipo de daño que me obligara a ir a un hospital. Lamentablemente no la conseguí.
En vez de eso, tuve que soportar una hora de cola para comprar los tiquets, y cuando me dirigía a la sala, apurada porque no me gusta ver una película empezada - así sea una mala como la que íbamos a ver- prácticamente me obligó a hacer una segunda cola, para comprar bebidas y chucherías. Porque "como te voy a traer al cine sin comprarte un chocolatico?". Era un dulce.
25 minutos, dos litros de cocacola, medio kilo de cotufas y 350 grs de chocolate más tarde, entramos a una sala sobrevendida, con las luces ya apagadas y una obesa Danielita Alvarado en la pantalla. Porque sí, fuimos a ver Una abuela virgen. Laputaquemeparió.
No encontramos asientos juntos, así que Antonio decidió que lo mejor sería que yo me sentara en el asiento del extremo que estaba vació en la primera fila y él se sentaría en las escaleras.
Le rogué que no, que por favor se sentara en una silla, le dije que vendrían a decirle que no podía estar ahí. Pero se le rompía el corazón por no poder ver la película a mi lado. Por supuesto que cinco minutos más tarde se me rompía a mi la cara de vergüenza cuando llegó el empleado del cine a levantarlo del suelo iluminándonos con una linternita. El cine entero nos puteó hasta que una amable señora nos llamó desde el otro extremo para decirnos que ella se movería de lugar y nos dejaría dos asientos continuos libres.
Cuando creí que lo peor había pasado y pude sentarme a ver cómo Iván Tamayo hacía el ridículo en pantalla gigante, Antonio se las jugó todas. En un intento de romance trató de darme cotufas en la boca. Sí, con su mano, en mi boca. Estonomepuedeestarpasandoami.
Terminó el martirio, y la película que bien pudo haberse llamado así. Y salimos. Yo soñaba con la teletransportación pero no fue posible. Antonio insistió en que tomáramos algo y yo todavía me caigo a cahetadas a mi misma cuando me acuerdo que dije que sí.
Entramos a un Fridays o similar, y yo pedí la cerveza más fría del bar, para tomármela de un trago.
¿Se imaginan que sucedió? Obviamente, Antonio había interpretado nuestra salida como un éxito rotundo y me volvió a pedir que fuera su novia.
Lo que hice a continuación debe ser la causa del karma que pagaré en esta y las próximas siete vidas. En mi defensa debo decir que el pánico se apoderó de mi y mi paciencia ya no existía.
Me disculpé para ir al baño y salí del bar lo más rápido que me dieron las piernas. Antonio todavía debe estar ahí, porque por el edificio nunca más lo volví a ver.
Lo bello de la indiferencia es que no molesta. Más allá de un supiro de dolor - y algo de lástima, porque soy un terrible ser humano - la confesión de Antonio no me generó nada más. Recordé por un instante las veces, porque fueron dos, que yo misma había hecho una confesión de amor sin ser correspondida y me sentí muy mal por él, pero ya. Ni modo, la vida es así.
Poco después de esa navidad me mudé, pero nada radical, me cambié del 4to al 1er piso del mismo edificio y eso sólo significó menos escaleras para subir el mercado y, afortunadamente, menos oportunidades para tropezarme con Antonio en los pasillos.
No estoy segura de haberlo visto de nuevo antes de esa tarde nefasta de nuestra primera y única cita. Pero sí recuerdo que mientras toda esta historia sucedía otra historia paralela tenía lugar conmigo como protagonista. En esa época estaba en otra de mis relaciones sin futuro, prácticamente inventadas por mi, en la que todo volvió a salir mal.
No dije la vez anterior que cuando Antonio me acompañó al metro, esa vez que me pidió el teléfono, mi verdadero destino no era la estación. Cuando el pobre flaco me preguntó a donde iba esa mañana, le dije que iba al metro para ahorrar conversa, en realidad iba a uno de los edificios aledaños a la estación más cercana a mi casa, que era donde trabajaba. Durante mis primeros cuatro años en Caracas viví, estudié y trabajé a distancias caminables. Eso en Caracas no es común, y casi nunca le agradezco al universo por eso.
Mi oficina quedaba entonces muy cerca del lugar donde yo vivía y Antonio trabajaba, así que una tarde desdichada salí de trabajar, y me senté con una amiga a tomar un café a media cuadra. El café se convirtió en tres cervezas y una conversación eterna en la que mi amiga y yo despotricamos contra el mundo y contra los respectivos hombres que nos hacían invivible la vida en ese instante. A las 6 ó 7 de la tarde, algo molestas con el mundo, pagamos la cuenta y salimos a la calle.
Antonio casi me lleva por delante, como en las películas, y cuando se volteó a disculparse se dio cuenta que era yo. En vez de salir corriendo, que era lo que cualquiera de los dos tendría que haber hecho, nos sonreímos. Hola como estás, bien y tú, trabajando como siempre, menos mal que es viernes, sí menos mal, no quieres ir al cine?, bueno dale.
Ni yo misma supe que estaba yendo al cine con Antonio, hasta 10 minutos después. Caminamos hasta el centro comercial más cercano, y en esa caminata tuve la conversación menos interesante de mi vida.
Ustedes tienen que saber que yo soy loca. Eso no es nuevo. Y también saben que me gusta dármelas de intensa. No tengo problemas para sentir atracción física por muy distintos tipos - tengo un amigo que lo llama paladar universal - pero mi gran problema es encontrar compatibilidad intelectual. Por eso es que seguro me voy a hacer vieja rodeada de gatos. Por snob y wannabe. Por querer dármelas de sabionda. Pero ese es otro tema.
La cuestión es que llevé la charla hacia los temas que me interesa saber de entrada. Qué lee. Qué oye. Qué mira este tipo. No puedo presentarle a mis amigos un tipo de esos que dice que "no es de leer", porque mis prejuicios absurdos no me dejarían vivir en paz.
El pobre Antonio lo intentó, pero confundió My chemical romance con The chemicals brothers. Me juró que Padre Rico, Padre Pobre le había cambiado la vida. Y con una estocada final, me confesó que de lo que había visto recientemente en el cine su gran favorita había sido Una noche en el museo. "Es muy cómica", me dijo el inocente.
Para cuando llegamos a las taquillas abarrotadas de gente ya yo estaba buscando un arma punzopenetrante para causarme algún tipo de daño que me obligara a ir a un hospital. Lamentablemente no la conseguí.
En vez de eso, tuve que soportar una hora de cola para comprar los tiquets, y cuando me dirigía a la sala, apurada porque no me gusta ver una película empezada - así sea una mala como la que íbamos a ver- prácticamente me obligó a hacer una segunda cola, para comprar bebidas y chucherías. Porque "como te voy a traer al cine sin comprarte un chocolatico?". Era un dulce.
25 minutos, dos litros de cocacola, medio kilo de cotufas y 350 grs de chocolate más tarde, entramos a una sala sobrevendida, con las luces ya apagadas y una obesa Danielita Alvarado en la pantalla. Porque sí, fuimos a ver Una abuela virgen. Laputaquemeparió.
No encontramos asientos juntos, así que Antonio decidió que lo mejor sería que yo me sentara en el asiento del extremo que estaba vació en la primera fila y él se sentaría en las escaleras.
Le rogué que no, que por favor se sentara en una silla, le dije que vendrían a decirle que no podía estar ahí. Pero se le rompía el corazón por no poder ver la película a mi lado. Por supuesto que cinco minutos más tarde se me rompía a mi la cara de vergüenza cuando llegó el empleado del cine a levantarlo del suelo iluminándonos con una linternita. El cine entero nos puteó hasta que una amable señora nos llamó desde el otro extremo para decirnos que ella se movería de lugar y nos dejaría dos asientos continuos libres.
Cuando creí que lo peor había pasado y pude sentarme a ver cómo Iván Tamayo hacía el ridículo en pantalla gigante, Antonio se las jugó todas. En un intento de romance trató de darme cotufas en la boca. Sí, con su mano, en mi boca. Estonomepuedeestarpasandoami.
Terminó el martirio, y la película que bien pudo haberse llamado así. Y salimos. Yo soñaba con la teletransportación pero no fue posible. Antonio insistió en que tomáramos algo y yo todavía me caigo a cahetadas a mi misma cuando me acuerdo que dije que sí.
Entramos a un Fridays o similar, y yo pedí la cerveza más fría del bar, para tomármela de un trago.
¿Se imaginan que sucedió? Obviamente, Antonio había interpretado nuestra salida como un éxito rotundo y me volvió a pedir que fuera su novia.
Lo que hice a continuación debe ser la causa del karma que pagaré en esta y las próximas siete vidas. En mi defensa debo decir que el pánico se apoderó de mi y mi paciencia ya no existía.
Me disculpé para ir al baño y salí del bar lo más rápido que me dieron las piernas. Antonio todavía debe estar ahí, porque por el edificio nunca más lo volví a ver.
7 comentarios:
Hola
Te leo desde finales del 2008 y no soy escritor profesional, pero opino que tu nivel de escritura ha incrementado vertiginosamente desde hace un par de meses.
Es increíble en serio, el ritmo y el estilo con el que escribes últimamente es, a falta de una expresión mas adecuada, una vaina MUY arrecha.
Felicitaciones.
Horacio
Que vaina con Antonio! Quizas en la tercera si se da!!
Da cosita con Antonio pero creo que era la única manera que entendiera.
Horacio: gracias por el halago! Me gusta que te guste lo que escribo :)
Chemi: afortunadamente las probabilidades de que Antonio y yo salgamos otra vez son mínimas. Primero porque creo que dejó de trabajar en el edificio, y luego porque me mudé de país ;)
Antonieta: a nadie le da mas cosita que a mi, créeme :( pero no hubo otra forma
"Antonio se las jugó todas. En un intento de romance trató de darme cotufas en la boca. Sí, con su mano, en mi boca."
Me muero de la risa, jajajajaja!!! Llegué a pensar que había una tercera parte!!! Qué pena, si en el futuro te lo vuelves a encontrar :P
Muy buena la entrada, causa el efecto de querer seguir leyendo más!
No existe la tercera y ultima entrega? esta saga es digna de trilogia! Tenemos que saber que antonio apuesta una vez mas por el romance! Y ver como se las juega ahora!
Antonio se las jugó todas. En un intento de romance trató de darme cotufas en la boca. Sí, con su mano, en mi boca." ¡JAJAJAJAJAJAJAJA! Muy bueno el cuento. Qué vaina con los "Antonio": siempre hay uno por ahí.
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