7.10.09

La verdad sobre las barbas


Hay pocas máximas irrefutables en esta vida. Una de ellas es que las mujeres no tenemos puta idea de lo que queremos. La que diga que sí, está mintiendo.

Otra verdad absoluta es que a las mujeres nos parece atractivo el tipo “chico malo” desde James Dean y no podemos evitarlo, es culpa de Hollywood, como la mayoría de los males de la sociedad moderna.

Y no me tomen por anti-imperialista, yo soy más pity yankee que todos. Es sólo que hay que aceptar cuando las conductas aprendidas son producto de la masificación cultural. Y también hay que reconocer cuando son el resultado de nuestra locura estrogenística y ya. Sí, acabo de inventar la palabra estrogenística, no me importa lo que piensen de eso.

A mi por ejemplo me gustó siempre el chico lindo del colegio, el inalcanzable muñeco de torta por el que todas suspiraban. Pero con el paso del tiempo, y sus consecuentes estragos en mis gustos y preferencias, me vi un día de pronto enfrentada a una realidad nueva y excitante. Me gustaban los raros, los peludos, los tatuados y con pinta de trastornados. El rebelde con o sin causa. Preferiblemente músico, escritor o cineasta. Artista pues. Pelabola seguramente, pero muy sensible.

Había caído en la treta de los medios que empezaban a venderme a un loquito como Devendra Banhart como el ideal del hombre cool, del tipo chévere e incomprendido que en el fondo es un genio súper sexy.

A partir de ese momento tendrían que haberme mantenido alejada de cualquier espécimen masculino con la mirada perdida y vello facial, porque ahí empezaron todos mis problemas.

Por alguna extraña razón a las mujeres nos gusta creer que cada hombre es un diamante en bruto esperando ser pulido con amor y paciencia por nosotras. Que cada barbudo con pinta de intenso que cruza la calle distraído es en realidad un poeta o autor que no ha encontrado a su musa. Y ahí es que se nos jode la bicicleta.

Cada una de nosotras alberga en el fondo de su mentecita esculpida por el mix macabro de los cuentos de hadas y las telenovelas, la esperanza de ser inmortalizada en una canción, un poema, una pintura e incluso, en tiempos más modernos, en una foto. Pero no cualquier foto, sino la que será expuesta en algún saloncito sobrevaluado de la capital mientras un montón de pseudointelectuales la evalúan tocándose la barbilla y sorbiendo una copa de vino. Cualquier vino, porque ninguno sabe diferenciar los buenos de los malos en realidad.

Esos primeros meses al lado de tu artista, bohemio o intelectual serán sin duda un encanto. Te maravillarás con su enorme sensibilidad y su capacidad para ver la belleza en lo más inesperado. Una hoja que cae de un Araguaney, los ojos enloquecidos del mendigo que pide limosna en el semáforo o hasta el atardecer que se esconde detrás del Ávila.

Suspirarás con sus recuentos del último libro de algún autor impronunciable que acaba de atraparlo. Porque ni soñar con que lee a García Márquez o Cortázar o Vargas Llosa, eso es para las masas pseudoilustradas, no para los verdaderos intelectuales.

Y quizá por algunas semanas te vanagloriarás con tus amigas por la manera tan taciturna y adorable en la que se levanta luego de hacer el amor para fumarse un cigarrillo en el ventanal, viendo la luna, sin decir nada, en un intenso contacto consigo mismo.

Pero amiga mia, luego de tres meses – quizás seis si tienes mucha paciencia- querrás agarrar a tu artista, bohemio, sensible e ilustrado y jamaquearlo por los hombros para que aterrice y ponga un poco los pies sobre la tierra. Porque todas, y con eso quiero decir to-das, las mujeres de este país en algún punto queremos irnos ese fin de semana para Aruba a un Hotel All Inclusive, así sea a sacar los dólares. Nada de mochilear en hostales o caminar hasta Machu Pichu. Queremos ver una comedia romántica de Sandra Bullock o de Drew Barrimore, porque no sólo de cine de autor y festivales de cine vietnamita vive el hombre.

Te vas a hartar de ir a exposiciones absurdas, donde una instalación sin sentido muestra dos calzones de hombre colgados al lado de un cuadro de Warhol. Y nadie soporta más de tres domingos en una galería viendo el mismo cuadro repetido mil veces, todo blanco con algún manchón de pintura roja. “Que representa la ira del autor, obviamente”.

Y ahí, señoras y señores, es que una manda todo al carajo y se larga a una noche a bailar reguetón y beber cerveza en algún antro mal ventilado de Las Mercedes. A conseguirnos al Pedroso que nos lleve el fin que viene a Playa Pantaleta, en una Merú con calcomanía de Ruta’s. A beber polar ice en cava de anime, pero con un macho que nos ponga como trofeo al lado, bien agarrada de la cintura.

Luego, quizá, querremos encontrar al ejecutivo estrella que nos saque de abajo, o cualquier otro estereotipo masculino bien difundido. Cumpliremos los ciclos e iremos avanzando -con suerte- o seguiremos atrapadas en el círculo vicioso que Hollywood ha creado para nosotras. Es que, ya lo dije, ninguna de nosotras tiene idea de lo que quiere.

El marido mío


Un pequeño intercambio de tweets con un desconocido dio origen a esta nota. Todo empezó porque manifesté la ternura que me genera Luis Fernández cuando se autodenomina como elmaridodeMimíLazo. Así, todo pegado.

El desconocido en twitter me hizo una especie de “reclamo”, que no me tomo muy a pecho porque en la virtualidad la diplomacia es necesaria, y me dijo que el término marido le parecía chocante y vulgar. Resultado de una declaración de la iglesia que ha denigrado a las mujeres por 2000 años.

A mí, la verdad, no podría importarme menos el calificativo. Yo puedo ser – perfectamente- la mujer de alguien. O su novia. O su esposa. Hasta su amante. No le veo lo denigrante a ninguno de los términos.

A mi lo que me importa es que ese esposo – novio – marido – arrejunte me respete por lo que soy y por lo que hago.

Señores, por favor, no hay nadie menos católico ni menos machista que yo. Pero las cosas son muy sencillas. Yo soy hija, por lo tanto soy la hija de. Soy amiga, por lo tanto soy la amiga de. Soy empleada, por lo tanto soy la empleada de. Y soy mujer, por lo tanto –algún día – seré la mujer de.

Me recuerda la eterna discusión sobre los términos políticamente correctos de la sociedad actual. Ahora resulta que no hay enanos, sino gente pequeña. No hay personas con retraso mental, son especiales. Y no hay negros, sino afroamericanos o afrodescendientes. Citando a Sergio a.k.a BenitoDelicias: Bitches, please!.

Yo soy negra. Punto. A mí no me vengan con mariqueras.

Es casi tan ridículo como las gordas que prefieren describirse diciendo que tienen exceso de belleza.

Todo este alboroto porque me parece tierno que un hombre tenga suficientes cojones como para asumir en este país de meros machos que él es el marido de. Porque entiende que todos somos el algo de alguien. Sin importar géneros, edades ni afiliación al Country Club. ¿O es que no saben que cuando una señorita bien se casa pasa a ser inmediatamente María Auxiliadora Pérez-Casas de Gómez-Trujillo? Es la misma vaina que decir “Yo soy la mujer de”.

Háganse el favor de llamar cada cosa por su nombre. Los eufemismos no nos llevan a ninguna parte. Citando de nuevo, esta vez a mi cuñado el ilustre:

“Si tiene oreja e’ cochino, trompa e’ cochino y rabo e’ cochino…esa vaina es un COCHINO!”