21.2.10

A mi (rubia) monstra comegalletas

Quiero que sepas que estoy aquí. Siempre. Tan incondicional como aquella pavosa canción de Luis Miguel.
Quiero que sepas que cuando hago cuentas creo que me he reído contigo más que con cualquiera en los últimos años. Contigo comparto las carcajadas inocentes que aún me quedan, las risotadas infantiles que refrescan el alma y el espíritu, si no es que son lo mismo.
Quiero que sepas que nuestras diferencias me alimentan, como pocas cosas en esta vida. Que nos complementamos, más que Tom Cruise y Renée Zellweger en aquella -también pavosa- película romántica.
Quiero que sepas que cuando cantas, sobre un escenario o en el baño, entiendo lo que es el orgullo materno, ese ufanarse de algo que no es de uno pero como si lo fuera.
Y cuando pataleas insoportablemente con alguno de tus caprichos - como una niña chiquita que pide una galleta- entiendo la paciencia materna, que permite controlar el impulso de asesinar a una pequeña criatura sólo porque es tierna y adorable. Tú sabes que yo soy muy maternal.
Quiero que sepas que te adoro. Que ya no me imagino una historia en la que tú no estés. Así sea a un océano de distancia.
Quiero que sepas que estoy aquí. Para ti. Siempre

10.2.10

De la inutilidad de los prefacios

Yo quiero escribir un libro y luego hacerme la muerta un par de años, sólo para esperar las ediciones de la obra y leer los prólogos de un montón de expertos que nunca me conocieron y que “comentan”, “critican” y “analizan” lo que he escrito.
Luego saldría a burlarme en sus caras a decirles que no, que el personaje de la chica no es “una clara representación de mi relación con mi madre”. Y que aquella metáfora en la que comparo las salchichas con la física cuántica no esconde un “código oculto que espera a la interpretación de mis fetiches y obsesiones”.
La mayoría de los autores debería revelarse y decir NO, PANA, no le busques cuatro patas al gato. Cuando escribí perro quise decir perro. No estaba generando una iconografía referente a los valores de la sociedad de la época. Simplemente pensé en un perro y lo escribí “María tenía un perro”. Punto y final.
Es más, ¿quién inició la costumbre de iniciar una obra con los "comentarios" de otro que no sea el autor? NADIE quiere leer eso. Al menos, nadie que yo conozca.
Por eso nunca leo los prólogos

9.2.10

Prisionera

El nuevo video de Telegrama es como una cachetada de la realidad.

A todos ustedes, ingenuos soñadores, que aún están allá afuera sin caer en las garras del sistema que nos mantiene subyugados por guevones. Conviertan este tema en su himno*:



*en vez de montar un blog para quejarse eternamente y seguir cobrando el 15 y último calladitos la boca, como esta servidora

2.2.10

Loop

Aquí estamos de nuevo, aunque juré nunca volver. Olvido convenientemente que puedo ser esta, pero sigue recordándolo la peor parte de mi.
Yo soy yo, como dijo Descartes o alguno de esos tipejos que estudiamos en la escuela. Pero yo también soy otras, y no vengan a decirme que eso ya lo dijo otro porque lo sé, pero no me importa.
Soy la roca, el trapo, la copa y la cobija. Todo eso y unas cuantas cosas más que no puedo explicar con palabras sin parecer un remedo triste de Cortázar o un tarjeta Hallmark que nunca se vendió.
Esta mal que esté escribiendo justo ahora, contravengo la primera orden que me dio la única persona que hasta ahora me ha dado clases para escribir.
Se supone que la musa no debe dominarnos, menos cuando es invocada por la tristeza o el despecho, u otro de esos sentimientos tan rebuscados que nos encantan a los pichones de escritor.
Se supone que escribir es un oficio, que tiene un método, que obedece a la disciplina y a una acción consiente. No a estos arrebatos angustiosos a los que respondo siempre, ahogada en rabia o en lágrimas, que casi siempre son lo mismo.
Pero aquí queda la constancia de que cedí otra vez al impulso adolescente de escribir como catarsis, y no como oficio. Revolcándome en la certeza de que es esta inmadurez la que me tiene atada a una silla de 8 a 5, a un teléfono que no pago yo, vendiéndome al mejor postor, jurando que eso me hace mejor que los demás.
Cada letra duele cuándo sabes que no vale, y cada párrafo es una pérdida de tiempo cuando asumes que encontrarás lo que buscas: condescendencia y simpatía. ¿Acaso no comulgamos todos en el dolor?
Hasta el ritual se hace cliché. Dejar a mano los cigarros y un encendedor que ya casi no responde, como mi sentido común. Poner a una inglesa a cantar a través de los parlantes, a decirme lo que ya sé. Que él sería una buena presa, si se dejara cazar.
Aunque él no exista, otra vez. Aunque insista en cubrirme de sombras hasta que me de frío, y luego vaya a calentarme con el sol que irradian los que deciden vivir mejor que yo.
Por estos días soy una caja vacía. Que sirve para mudar de un lado a otro los disfraces que he podido comprar.
Soy también un libro rayado, sobre el que vuelven los dedos cansados de manosear siempre las mismas historias. Incrédulos de que la misma cita pueda servir para mostrar lo que éramos la última vez que pasaron por allí.
No hay manera de reinventarse sin destruirse. Y no hay destrucción sin coraje.
El coraje que le falta a la roca para arrojarse sobre el ventanal. El coraje que no tiene el trapo para negarse a limpiar las mismas manchas una y otra vez. Ni la copa para reventarse contra el suelo, aún llena de vino. Pero sobre todo, el coraje que no tiene la cobija para cubrir a ese cuerpo que se niega y sigue tirándola al suelo todas las madrugadas.