21.6.11

Antonio, la historia que no debió continuar

La última vez que nos vimos, ustedes y yo, quiero decir, yo había cerrado la puerta de mi apartamento en Caracas dejando al pobre Antonio con su declaración de amor y sus ojos febriles del otro lado.

Lo bello de la indiferencia es que no molesta. Más allá de un supiro de dolor - y algo de lástima, porque soy un terrible ser humano - la confesión de Antonio no me generó nada más. Recordé por un instante las veces, porque fueron dos, que yo misma había hecho una confesión de amor sin ser correspondida y me sentí muy mal por él, pero ya. Ni modo, la vida es así.

Poco después de esa navidad me mudé, pero nada radical, me cambié del 4to al 1er piso del mismo edificio y eso sólo significó menos escaleras para subir el mercado y, afortunadamente, menos oportunidades para tropezarme con Antonio en los pasillos.

No estoy segura de haberlo visto de nuevo antes de esa tarde nefasta de nuestra primera y única cita. Pero sí recuerdo que mientras toda esta historia sucedía otra historia paralela tenía lugar conmigo como protagonista. En esa época estaba en otra de mis relaciones sin futuro, prácticamente inventadas por mi, en la que todo volvió a salir mal.

No dije la vez anterior que cuando Antonio me acompañó al metro, esa vez que me pidió el teléfono, mi verdadero destino no era la estación. Cuando el pobre flaco me preguntó a donde iba esa mañana, le dije que iba al metro para ahorrar conversa, en realidad iba a uno de los edificios aledaños a la estación más cercana a mi casa, que era donde trabajaba. Durante mis primeros cuatro años en Caracas viví, estudié y trabajé a distancias caminables. Eso en Caracas no es común, y casi nunca le agradezco al universo por eso.

Mi oficina quedaba entonces muy cerca del lugar donde yo vivía y Antonio trabajaba, así que una tarde desdichada salí de trabajar, y me senté con una amiga a tomar un café a media cuadra. El café se convirtió en tres cervezas y una conversación eterna en la que mi amiga y yo despotricamos contra el mundo y contra los respectivos hombres que nos hacían invivible la vida en ese instante. A las 6 ó 7 de la tarde, algo molestas con el mundo, pagamos la cuenta y salimos a la calle.

Antonio casi me lleva por delante, como en las películas, y cuando se volteó a disculparse se dio cuenta que era yo. En vez de salir corriendo, que era lo que cualquiera de los dos tendría que haber hecho, nos sonreímos. Hola como estás, bien y tú, trabajando como siempre, menos mal que es viernes, sí menos mal, no quieres ir al cine?, bueno dale.

Ni yo misma supe que estaba yendo al cine con Antonio, hasta 10 minutos después. Caminamos hasta el centro comercial más cercano, y en esa caminata tuve la conversación menos interesante de mi vida.

Ustedes tienen que saber que yo soy loca. Eso no es nuevo. Y también saben que me gusta dármelas de intensa. No tengo problemas para sentir atracción física por muy distintos tipos - tengo un amigo que lo llama paladar universal - pero mi gran problema es encontrar compatibilidad intelectual. Por eso es que seguro me voy a hacer vieja rodeada de gatos. Por snob y wannabe. Por querer dármelas de sabionda. Pero ese es otro tema.

La cuestión es que llevé la charla hacia los temas que me interesa saber de entrada. Qué lee. Qué oye. Qué mira este tipo. No puedo presentarle a mis amigos un tipo de esos que dice que "no es de leer", porque mis prejuicios absurdos no me dejarían vivir en paz.

El pobre Antonio lo intentó, pero confundió My chemical romance con The chemicals brothers. Me juró que Padre Rico, Padre Pobre le había cambiado la vida. Y con una estocada final, me confesó que de lo que había visto recientemente en el cine su gran favorita había sido Una noche en el museo. "Es muy cómica", me dijo el inocente.

Para cuando llegamos a las taquillas abarrotadas de gente ya yo estaba buscando un arma punzopenetrante para causarme algún tipo de daño que me obligara a ir a un hospital. Lamentablemente no la conseguí.

En vez de eso, tuve que soportar una hora de cola para comprar los tiquets, y cuando me dirigía a la sala, apurada porque no me gusta ver una película empezada - así sea una mala como la que íbamos a ver- prácticamente me obligó a hacer una segunda cola, para comprar bebidas y chucherías. Porque "como te voy a traer al cine sin comprarte un chocolatico?". Era un dulce.

25 minutos, dos litros de cocacola, medio kilo de cotufas y 350 grs de chocolate más tarde, entramos a una sala sobrevendida, con las luces ya apagadas y una obesa Danielita Alvarado en la pantalla. Porque sí, fuimos a ver Una abuela virgen. Laputaquemeparió.

No encontramos asientos juntos, así que Antonio decidió que lo mejor sería que yo me sentara en el asiento del extremo que estaba vació en la primera fila y él se sentaría en las escaleras.

Le rogué que no, que por favor se sentara en una silla, le dije que vendrían a decirle que no podía estar ahí. Pero se le rompía el corazón por no poder ver la película a mi lado. Por supuesto que cinco minutos más tarde se me rompía a mi la cara de vergüenza cuando llegó el empleado del cine a levantarlo del suelo iluminándonos con una linternita. El cine entero nos puteó hasta que una amable señora nos llamó desde el otro extremo para decirnos que ella se movería de lugar y nos dejaría dos asientos continuos libres.

Cuando creí que lo peor había pasado y pude sentarme a ver cómo Iván Tamayo hacía el ridículo en pantalla gigante, Antonio se las jugó todas. En un intento de romance trató de darme cotufas en la boca. Sí, con su mano, en mi boca. Estonomepuedeestarpasandoami.

Terminó el martirio, y la película que bien pudo haberse llamado así. Y salimos. Yo soñaba con la teletransportación pero no fue posible. Antonio insistió en que tomáramos algo y yo todavía me caigo a cahetadas a mi misma cuando me acuerdo que dije que sí.

Entramos a un Fridays o similar, y yo pedí la cerveza más fría del bar, para tomármela de un trago.

¿Se imaginan que sucedió? Obviamente, Antonio había interpretado nuestra salida como un éxito rotundo y me volvió a pedir que fuera su novia.

Lo que hice a continuación debe ser la causa del karma que pagaré en esta y las próximas siete vidas. En mi defensa debo decir que el pánico se apoderó de mi y mi paciencia ya no existía.

Me disculpé para ir al baño y salí del bar lo más rápido que me dieron las piernas. Antonio todavía debe estar ahí, porque por el edificio nunca más lo volví a ver.

6.6.11

Antonio, el momento más incómodo de mi vida

A Antonio lo conocí en el edificio dónde yo vivía y él trabajaba. Nos veíamos siempre en las escaleras, porque el edificio tenía sólo cuatro pisos y no había ascensor. En ese entonces yo vivía en el apartamento 4-A, y él trabajaba en la oficina que quedaba en el 3-A.

Cuando llegaba de trabajar los viernes, ya de noche, lo veía siempre reunido con los manganzones de la cuadra tomando cervezas en el portal del edificio. Se le notaba a leguas que él era el bobo que se junta con los malos para parecer malo también, y eso lo hacía parecer más bobo todavía. Siempre incómodo aparentando. No era feo, al menos. Y se notaba también que era deportista o iba a un gimnasio, pero ni eso lo ayudaba.

Cuando recuerdo esta historia siempre concluyo que a Antonio lo ayudó la constancia y la suerte. Porque a mi siempre me pareció muy tonto, la verdad. También le ayudó mi ego, que es el mismo ego de todas las mujeres, que le ganaba a veces a mi sentido común.

Antonio siempre me miró como si no hubiera otra mujer más bella ni más importante. Casi podía oírlo aguantar la respiración por la emoción cuando me tenía cerca. Y esa adoración casi infantil alimentaba mi ego.

La primera señal que debió hacerme huir la dejé pasar porque me causaba hasta un poco de gracia. Antonio comenzó a esperar, supongo que con el oído pegado a su puerta, a que yo saliera de mi apartamento en las mañanas, sólo para salir a saludarme en el pasillo. Cuando yo cerraba la puerta de mi casa, escuchaba como se abría la puerta del piso de abajo, y cuando me asomaba al segundo tramo de las escaleras ya él estaba abajo, al pie del último escalón, esperándome con esa sonrisa tonta y un gesto que quería decir ¡Buenos días! pero en realidad decía ¡soy patético!.

Al principio me saludaba con un hola tímido, pero de a poco evolucionó en un saludo de beso en la mejilla que al final era ya un abrazo apretado como el de los amigos que no se ven hace años. Yo respondí siempre casual a su acoso mañanero, en parte porque no me quedaba otra y en parte porque me parecía inofensivo, aunque empalagoso. El papá de Antonio era también su jefe, y un buen amigo de mi propio padre. Trabajaba en esa oficina desde hacía muchos años, más del doble de los que llevaba mi familia viviendo en ese edificio.

Un día Antonio se atrevió a decirme más que el hola usual, y me preguntó, con torpeza, a dónde iba. Yo le respondí, con brusco tono de obviedad, que a trabajar, como todos los días. Él sugirió que iba al metro, y yo tuve que confesar que yo también. Así que sin preguntar decidió que caminaríamos juntos hasta la estación más cercana.

En esas 5 cuadras me preguntó donde trabajaba, qué hacía, y todas esas preguntas aburridas que se hacen para matar el tiempo. Pero cuando nos acercábamos a la estación me agarró desprevenida y me pidió que le diera mi teléfono. "Para ver si hacemos algo un día de estos", me dijo. Yo consideré la idea de darle un número equivocado para sacármelo de encima sin incomodidades, pero no había escapatoria, nos veríamos al día siguiente (o el mismo día en el peor caso) y además él se adelantó con el único rapto de brillantez que le vi en los casi 3 años que nos conocimos y me dijo que llamaría en ese mismo momento a mi número, para que yo pudiera guardar el de él.

Desde ese día comencé a recibir mensajes esporádicos, siempre cortos y precisos, casi siempre los viernes. "¿Qué haces hoy? ¿tomamos algo?". Y yo siempre lo evadía con excusas. Que estoy cansada. Tengo planes. Hoy no puedo. Pero algo me impedía rechazarlo de frente y mandarlo al zipote de una sola y buena vez. Supongo que era como tratar mal a un niño ingenuo, como decirle a un inocente que Santa no existe. También debo confesar que su insistencia me halagaba, de nuevo el ego, mi desgracia.

Un día de diciembre, casi año después del incidente del teléfono, llegué a casa con una maleta llena de botellas de licor. Era el regalo navideño de la oficina en la que trabajaba. Eran unas 10 botellas embutidas en una maleta con rueditas, así que pude arrastrarla sin problemas hasta que llegué a las escaleras de mi edificio. Comencé a subir con esfuerzo, pero el ruido que hacía intentando subir hizo que Antonio se asomara al pasillo a ver qué pasaba, Cuando me vió salió corriendo en mi auxilio y me reprendió con muchísima ternura que no le hubiera llamado desde un principio para subir esa maleta tan pesada. Una dama como tú en estas, me dijo, es el fin del mundo, pudiste hacerte daño, como se te ocurre, si aquí estoy yo para ayudarte cuando me necesites. Era muy gafo, pero muy galante, el pobre Antonio.

En la puerta de mi casa le di las gracias y abrí la puerta lo más rápido que pude para terminar pronto con la escenita, pero Antonio no me dejó.

Nunca imaginé lo que estaba a punto de pasar. La pena ajena que siento cuando lo recuerdo me hace cerrar los ojos, me da ganas de retroceder el tiempo y dejar la maleta en otro lado, llegar más tarde, llamar a mi papá para que suba él la maleta, cualquier cosa para evitarle a Antonio, y a mi, lo que sucedió después.

Antonio impidió que cerrara la puerta y me tomó de las manos, no había nadie en mi casa, así que nadie pudo salvarlo con una interrupción. Yo estaba ahí parada, con ese pobre hombre agarrándome las manos con sus propias manos sudorosas y temblando, porque temblaba, lo juro, sin saber qué hacer ni a donde mirar, me parecía demasiado cruel soltarlo con brusquedad y cerrarle la puerta en las narices, pero hubiera sido mejor.

Me miraba con los ojos brillantes, como Candy Candy, y empezó a hablar a tropezones. Me dijo que yo era la mujer más especial que él conocía - pero nunca cruzamos más de diez palabras-, me dijo que era tan bella y tan elegante - en esto tenía razón, no podía contradecirlo-, me dijo que hace mucho tiempo pensaba en mi - cosa que quizá era cierta- y que tenía algo muy importante que decirme.

Aquí debo aclarar que esto ocurrió cuando yo tenía 20 años. Él debía tener 25 o 26. Eramos gente grande, pues. Gente que trabaja y que es mayor de edad. En conclusión, ya no éramos ningunos carajitos. Es por eso que lo que me dijo no me podía caber en la cabeza.

Con la voz quebrada por los nervios, y aferrado a mis manos como si fuera a caerse, o porque sabía que iba a caerse en ese barranco en el que se estaba lanzando, Antonio me miró con los ojos llenos de lágrimas - esto lo juro por mi propia vida- y me dijo que estaba enamorado de mi y que quería preguntarme si yo quería ser su novia.

En pleno 2006, en plena era del reguetón y siendo dos adultos que se conocen vagamente, este hombre se me estaba "declarando", así a la antigua. Con la gracia de un aguacate, sin haber siquiera ido a comer helados, este tarajallo que trabajaba y tenía licencia de conducir, se me plantaba en frente a punto de llorar y me decía textual "yo estoy enamorado de ti y te quería preguntar si quieres ser mi novia".

Debe haber sido el momento más incómodo de mi vida. Más que todas las veces que yo misma había hecho el ridículo frente a un hombre, y créanme, a los 20 años ya había hecho ese tipo de ridículos decenas de veces.

No sé ni qué le dije, pero seguro fue algo como que le agradecía muchísimo que fuera tan amable conmigo, pero que no podía responderle algo así, ¡no sabía ni su apellido!. Que muchas gracias, pero no gracias. Y ahí sí me solté y cerré la puerta lo más rápido que me dieron las manos y la maleta, que seguía atravesada en el umbral.

Pasé varios días tragando grueso para no encontrarme al pobre tipo en el pasillo, y creo que él también lo intentaba porque no nos vimos por un tiempo.

Pero lo peor del cuento es que no terminó ahí. Yo llegué a salir, as in a date, con Antonio. Un par de meses después. Lo sé porque google me permite ponerle fecha a nuestra cita por la fecha de estreno de la película que fuimos a ver.

¿Cómo llegamos a tener una cita ese personaje y yo? ¿Cómo fue esa cita? Es material para otro post. Así que... esta historia continuará.