Relato de un Náufrago. Gabriel García Márquez.
En mi temprana adolescencia, o infancia tardía según más convenga, yo era un verdadero ratón de biblioteca. La cosa era que la biblioteca de mi casa no estaba particularmente surtida, así que las visitas a las casas de mis tíos, más antiguas y por tanto con más libros acumulados, me proveían mejor del ansiado material de lectura.
Mientras mis primos llegaban a las reuniones familiares ansiosos por encontrarse entre ellos para salir a patinar o partirse un brazo subidos a los árboles cercanos, yo siempre llegaba directo a buscar la correspondiente biblioteca. Esto, por supuesto, me signó como una paria, y me hizo ganar todos los motes que se le ocurren a una
patota de
carajitos impertinentes y
malasangre:
galla, ñoña, aburrida, rompe grupo y etc.
Afortunadamente, nunca me importó, mientras ellos salían a la calle en bicicleta a sudar como monos y romperse las rodillas, yo viajaba
plácidamente a todos esos sitios donde te llevan los libros, sin salir de la casa y con aire acondicionado. Sí, es probable que tuvieran razón en llamarme rompe grupo, pero ya no podemos hacer nada para remediarlo.
Yo debía tener unos 14 años cuando leí Relato de un náufrago, lo recuerdo porque cuando mi profesor de literatura de 3
er o 4
to año nos pidió que recomendáramos un libro para que leyera la clase yo fui la única que levantó la mano y sugirió un libro, este libro. Sí, es probable que también tuvieran razón en llamarme
galla.
Cuando leí Relato... no tenía ni idea de quien era
García Márquez, recuerdo estar hojeando los libros de un tío y haberme tropezado con este que estaba justo sobre el escritorio, era
delgadito y más angosto y largo que la mayoría de los libros, y me llamó la atención que la historia arrancaba en la portada.
Debajo del título seguía el primer párrafo del reportaje / novela (ver imagen arriba) y eso fue todo lo que hizo falta. A partir de la portada misma continué la historia de Luis Alejandro
Velasco, sin parar, obviando los llamados de mi mamá y mis tías para que fuera a comer, y los de mis primos que nunca paraban de insistir con que dejara de ser tan aburrida y saliera a manejar bicicletas con ellos.
Recuerdo estar sentada en el escritorio enorme de mi
tío, tan sumergida en la historia que no me importaba estar en el ala más oscura de la casa, de frente a ese cuadro horrendo de Simón Bolívar que aterrorizó a los niños de mi familia desde siempre.
Verán, lo normal era que yo entrara a esa biblioteca, me hiciera de la vista gorda con el cuadro para no sentir que me veía desde todos los ángulos, escogiera un libro y saliera casi corriendo a la sala o a uno de los cuartos, desde donde pudiera escuchar la reunión familiar. La vibra de ese estudio siempre fue muy rara, pero pudo más el cuento que me estaba echando el
Gabo.
Empiezas a sufrir con el náufrago sus mismos males, se te seca la boca, sientes una sed absurda y casi lloras de angustia o de felicidad en los momentos en los que el protagonista hace lo propio.
De allí nace mi amor por
García Márquez, que se iría afianzando con el paso del tiempo con sus obras maestras. Y quien sabe si no es de allí también que nacieron mis ganas de estudiar periodismo. Porque Relato de un náufrago es una historia real, un reportaje originalmente publicado por partes por un diario colombiano en los 50. Tan maravilloso y bien narrado, que se editó como libro veinte años más tarde.
Lo bonito es que eso lo supe al terminar, cuando leí la solapa. Durante la tarde infinita que me quedé amarrada al náufrago, creí siempre que estaba leyendo un cuento. Mejor así, seguramente, porque de haber sabido que de verdad pasó capaz no aguanto el drama o lo sufro más, como me pasa con las películas del holocausto.
Ahora lo entiendo mejor, es que la realidad - bien contada- siempre, pero siempre, supera la ficción.